Porqué criticar el desprestigio del Estado
Desprestigiar al Estado como ente rector de las relaciones sociales se ha convertido, junto con el desprecio a la totalidad de lo político, en el caballito de batalla de las oligarquías aglutinadas en las cámaras de comercio e industria, en las universidades privadas y en los lobbys de la embajada gringa y de la cooperación internacional, así como de sus recaderos neoliberales de clase media, -de quienes sospecho, en el fondo ansían escalar socialmente administrándole la cosa pública a sus empleadores con el mismo arrojo autoritario con el que lo han hecho otros asalariados de las oligarquías, desde el mico, pasando por Lucas hasta el conejo (sin olvidar el animalero militar intermedio que ha servido de clase dirigente ahí donde la oligarquía sólo ha sabido ser clase dominante).
El cinismo en ello reside en que, son los mismos grupos de poder que han exprimido históricamente al Estado, y que se han encargado de moldear lo político a tono con sus intereses en materia de hegemonía económica, -convirtiendo los derechos de la ciudadanía en favores del poder (como el sutil proceso de privatización de la educación pública, por ejemplo)- quienes hoy más alto gritan en contra del mismo, declarándolo simple y sencillamente, inservible.
Ellos, que han creado al enfermo, ahora nos quieren vender le hospital: las oligarquías cafetaleras, azucareras, algodoneras, industriales y financieras, quienes se garantizaron con la represión y la violencia estatal la continuidad de su dominio sobre la sociedad –y quienes son los verdaderos campeones locales de la guerra sucia-, ahora desean entrar a escena glorificando los milagros del dinero libre; sacrificando en los altares del mercado, vía la privatización, todos los productos democráticos y de soberanía nacional sostenidos o ganados a pulso, muchas veces contra la dictadura abierta, por las luchas sociales, esto es, las comunicaciones, la energía, los recursos naturales -que se venden “por falta de recursos”-, la educación, los hospitales, la seguridad social, etc.
¿Por qué no privatizar también al Ejército, puesto que ha sido y es, en potencia, el sector que con mayor eficiencia ha servido al interés oligárquico (masacrando aldeas, matando niños y violando mujeres, so excusa de “enemigos internos”), es decir, porqué seguir manteniendo con los impuestos de la ciudadanía, el garrote del que se vale el poder para despejar las vacilaciones y las dudas de aquellos inconformes con el sistema?
La respuesta es sencilla: porque la impunidad de los verdaderos beneficiarios del terror exige que lo que pueda quedar de mediaciones democráticas de éste vilipendiado Estado despejen el paso al Estado Juez y Gendarme. Juez vulnerable al soborno y la amenaza, y Gendarme como implacable azote de la pobrería que hace al país.
De otra cuenta, parte del desprestigio del Estado va de la mano con el proceso que ha inducido el neoliberalismo de endosarle sus responsabilidades (las del Estado) a la ciudadanía, poniendo al público al servicio de lo que debería ser el servicio público, creando con ello el vacío por donde es más factible sustituir el poder de decisión del Estado al avorazamiento de la iniciativa privada, o en su lugar, del oenegismo, cuyos criterios son los de la cooperación internacional, que son otra forma de injerencia extranjera en los asuntos internos.
Por todo ello, valdría la pena sacudirse de encima la despolitización pendeja que el neoliberalismo y sus formas conspicuas sirven a la muchachada como “alternativas realistas al desencanto”, todas ellas ligadas a consumos segmentados, es decir, al mercado -lo cual nos devuelve indefectiblemente a la circularidad del poder-, e ir cuestionando en todo momento el discurso dominante, pensando y actuando crítica y radicalmente, entendiendo por “radicalidad” ir a la raíz de las cosas para comprenderlas y transformarlas mejor.
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